viernes, 23 de enero de 2015

Andrés Aldao / Tan solo una flor

Tan Solo Una Flor


Se restregó los ojos. Como ojos restregados en una oscuridad
burlona y obscena. Entonces la vió. En la confluencia del ángulo
recto de las dos paredes, el piso y las tinieblas. Marta -de ella se
trataba- parecía una figura elíptica y difusa, de tres
dimensiones. Comprendió que lo estaba contemplando.

-Otra vez, Marta. ¿qué es lo que te trae aquí? ¿Qué te da
venir en mitad de la noche, mirarme desde esos noventa grados,
perturbar mi descanso, como cumpliendo un ritual concertado?
La ceremonia de la despedida ya la hemos vivido. Es inútil.
Enterremos el pasado de una buena vez -dijo el hombre.

-No tengo nada mejor que hacer. Y ese pasado al que vos
te referís con tanta levedad es una historia de más de treinta
años. ¡Qué te parece! ¿no te dicen nada tres décadas? ¿Te das
cuenta de que te brindé mis mejores años, mi amor y mi
ternura, que viví para vos, por vos? ¿Y vos qué me diste a
cambio? replicó la mujer.

-Pero porqué sos tan rencorosa; en una pareja no se
hacen cuentas. Entendeme, no hay nada para discutir, creo que
todo lo hicimos por mutuo acuerdo –adujo él.

-Sí, claro, «mutuo acuerdo». Al comienzo vos te dedicabas
al “sacerdocio” de la enseñanza, a tus alumnos, a la vida de
relación con tus colegas, a los congresos en el país y el exterior.
¿Y los hijos, los problemas y preocupaciones de la vida
cotidiana? ¿Y yo? Lo que te pareció insulso, incompatible con
tus títulos, debajo de lo que suponías tu nivel, me lo dejaste a
mí mientras vos mariposeabas, hacías carrera, te «realizabas».
Sos un cara rota –le dijo elevando la voz una décima.

-Yo creo que esta conversación está demás. Nuestras
relaciones deben de ser sosegadas, sin nervios ni reproches.
¿Comprendés lo que te digo?

-¿Ahora querés reposo, calma, tranquilidad? Primero
hacete un examen profundo: analizá los actos de tu vida, recordá
la pérdida de nuestro hijo mientras vos participabas en un
“Seminario para una cultura nacional y cristiana”. Eduardito
agonizaba y vos estabas de jarana. ¿Querés que te deje

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tranquilo? ¡Olvidate! En todos esos años fuí un adorno, el
relleno de una fotografía de familia, la ama de casa, la
muchacha, cocinera, enfermera y planchadora -objetó con voz
cascada.

El hombre puso las palmas de sus manos debajo de la
cabeza. Desde una casa vecina se escuchaba la voz de la Callas
en un solo de «La Traviata». La mujer era una sombra ingrávida
que se mecía tenuemente en ese ángulo del cuarto.

-No puedo remediarlo, Marta. Si la hubo, quisiera pagar
mi inmadurez, reparar nuestra historia, la tuya, la mía y la de
nuestros hijos, volver el tiempo hacia atrás. pero es inútil: no se
puede confrontar el pasado con el futuro. Así estamos vos y yo.
Y por favor, deja de columpiarte que me crispa los nervios –
argumentó él con voz esquiva, pulcra y algo rastrera.

-«Volver el tiempo hacia atrás». ¿De qué tiempo me estás
hablando? Lo tuyo es una lamentación vacía, cómoda y estéril.
Me pedís enterrar el pasado. ¿vos creés por ventura que un
pasado se entierra simplemente por petición de principio? Esa
maldita formación tuya, inflexible, aprendida como un sofisma,
en la que todo es negro o blanco, positivo o negativo, sin
matices. –le recordó.

-Desde cuando vos podés juzgar mi nivel, mis normas.
Pienso que estás metiéndote donde no debés. Y por otra parte,
nunca me insinuaste una crítica así, demoledora e inmerecida.

-Es que no tuviste sensibilidad con la familia, con los
hijos, conmigo: siempre recitando verdades absolutas, sin dejar
lugar a la controversia, reprimiendo los sentimientos de todos,
como si se tratara de un pecado, cual una máquina que
trituraba las relaciones y el afecto. Un tipo de hielo.

-Es una opinión, Marta: hice lo que hice por el bienestar
de todos. No merezco reproches –arguyó.

Una trifulca de gatos hambrientos estalló en las cercanías.
Parecía una riña de bebés parloteando en un extraño lenguaje.
Se hizo un cortante silencio. Como la pausa de un lacónico
combate.

-Renuncié a mi carrera, a mis posibilidades -continuó
ella-, por ayudarte. Me lo pediste con una voz tan gentil y
zalamera: “Hasta que me nombren profesor titular”, dijiste. Y yo
te creí. Luego fue para “afirmarte”, hacerte “de nombre”. Nunca

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me viniste a dar cuentas; vos eras el “intelectual”, el hombre de
mundo, el “profesor” titular de la cátedra de los mil demonios –le
dijo irritada.

-Había que mantener la casa, pagar la hipoteca, costear
los estudios de los hijos, ¿no te parece?

-¿Y yo? Nunca más mencionaste tu promesa; olvidaste
que también yo tenía derechos, que había estudiado y fuí una
alumna que terminó la licenciatura de literatura con las notas
más altas, que mi monografía fue publicada y mencionada en “El
escarabajo de oro” –le recordó angustiada.

-Nunca reclamaste nada. Pensé que estando en casa eras
feliz, que no te interesaba hacer una carrera. ¿Y tus estudios?
¿Querés saber la verdad? Yo creí que vos estudiabas para
complacer a tus viejos –insinuó él.

-Sos un degenerado. No sé lo que me pasó pero tuviste
mucha suerte. Me sometí vegetando bajo los pliegues de tu
gloria, me comprimí hasta reducirme a un cero absoluto: cuanto
más celebrada tu imagen personal más anodina la mía, hasta
que acabé marginada -protestó dolorida

-Siempre estabas ocupada: que los chicos, que la reunión
de padres, qué sé yo. Yo tenía una vida académica, con sus
deberes y compromisos y no podía renunciar a ellos.

Se arrancó un pelo solitario de la nariz, se rascó la oreja y
observó a una mosca zumbona que revoloteaba en una suerte de
danza mórbida. Luego clavó la mirada en el vacío.

-Lo que vos decís es abyecto: yo para vos no contaba.
Incluso, creo que te avergonzabas de mí. Inventabas pretextos
para no salir conmigo, ni inmiscuirme en tu vida de relación. Ni
una atención, ninguna gentileza. Nuestra vida fue una ficción.
Quiero darte un ejemplo, uno sólo: en todos los años de nuestra
vida en común jamás, me oís bien, jamás tuviste un gesto de
cariño que no fuera formal. No sabés cuánto me hubiese
conmovido, por lo menos una vez, haber recibido tan sólo una
flor. No, no lo podés saber –alegó Marta.

-Te consta que debí asumir responsabilidades. La
situación en el país era muy seria y decidí hacer algo para salvar
lo que se podía. El hogar era importante pero el país, en ese
momento, era mucho más relevante. No me arrepiento. –le
aseguró.

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-Voy a decirte algo: cuando me enteré de tu
“comprensión” sobre lo que estaba ocurriendo en el país, la
actitud cómplice, las delaciones incriminando a tus antiguos
colegas, cuando me sugeriste que cortara los vínculos con mis
amigos intelectuales, me repugnaste. Luego de un tiempo me
enteré de que el hijo que adoptamos fue una criatura robada a
su madre. Al principio lo intuia; hoy me es fácil entender la
razón por la cual no te causó pena la muerte de ese chico.

-Te estás desollando, abriéndote viejas heridas para nada.
No entiendo el por qué -dijo él.

-Dejá de hacerte el estúpido. Cuando se produjo el golpe
militar te acomodaste, despreciaste los valores que nos identificó
al comienzo de nuestras vidas y sin los cuales, es hora de
recordártelo, jamás hubiésemos sido una pareja. Vos y tus
amigos, ¡me dieron lástima y asco! Obraron como posesos, al
margen del mundo racional y despreciando al resto de los
humanos.

-El mundo evolucionó y también mis ideas. Ya no podía
vivir más en ese clima de brutalidad sin tomar partido. Tal vez
no medí las consecuencias pero había que frenar la violencia de
los violentos. Tuve que elegir entre la anarquía o el orden.
Aposté por el orden que podían imponer los milicos para
construir un futuro con bienestar –murmuró él con voz fétida,
ausente.

-Llamarte cínico es hacerte un elogio. Vos y tus amigotes
fueron cómplices de una infamia, de un sistema aberrante en el
que el crimen, la mentira y la barbarie eran valores supremos:
¿Así que te inquietaba el futuro? ¿El futuro de quién? ¡Pero por
favor! ¡Dejate de joder!

Las palabras de Marta resonaron con ácida suavidad en el
silencio de la noche. Él se limitaba a escuchar, impasible, como
recibiendo una reprimenda repetida y fastidiosa. Luego se hizo
un silencio viscoso. La imagen de Marta se desvaneció y el
rincón quedó en penumbras.

El hombre acostado encendió la minúscula luz y paseó su
mirada por las paredes umbrías del cuarto. Quería cerciorarse
de que la imagen se había esfumado. No movió la cabeza pero
sus ojos desorbitados giraban buscándola. Vió el retrato de
Marta contemplándolo fijamente. Se tapó la cara con las palmas
de las manos y pareció sollozar: “Porqué me habrá hablado con

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ese tono: si nunca se quejó”, farfulló en la gélida soledad de las
cuatro paredes. “Le dí una buena vida, jamás le faltó algo. Y
nuestro hijo, pobrecito. Ella era la encargada de llevarlo al
médico y ahora me responsabiliza a mí de su muerte. De todos
modos, su verdadera madre fue una subersiva: ¡Vaya a saber
qué hubiera sido de él en el futuro! ¡No la puedo entender!”.
Finalmente se encogió de hombros.

Al día siguiente pasó por la florería del barrio y compró un
jazmín de pétalos color marfil. Era una flor extraña,
aterciopelada y con una suave fragancia. Tomó el ómnibus y
bajó cerca del lugar en el que estaba Marta. Caminó por el
sendero mientras la cara del hombre no expresaba ninguna
emoción. Marchó un largo trecho hasta que reconoció el lugar.

Creyó percibir una angustia de años, como una piedra áspera
que le picaneaba suavemente el corazón. Aproximándose paso a
paso, se arrodilló ante la tumba de su mujer y mientras algunas
lágrimas de compromiso caían como granizo sobre el cemento
frío y gris del sepulcro, dejó caer tan sólo una flor. Como para
dejarla conforme. Luego se marchó silbando una canción de
moda •



Andrés Aldao / La Sospecha


La sospecha

Silenciosa y fácil, con un vaivén malintencionado, le remonta
la sospecha y se le clava en el alma. Como una travesía infernal
en un trance de delirio. A veces la percibe cáustica y arrogante,
como una sonrisa crispada y burlona que maltrata su orgullo; o
la bravuconada postrera de un compadrito que se queda sin
resto y mata por matar.
El viejo tiene la certeza pero le faltan las pruebas. No sabe
todo pero intuye. Si es lo que piensa, la verdad va a adquirir
para él dimensión de tragedia. Ese suspiro moribundo es como
un tajo de malevo que no le da tregua y secciona sin piedad el
ensueño de toda su vida. Le cuesta asumirla; considerarla
siquiera… La maldice y desea alejarla, pero las dudas, como una
bala certera, dan en el centro de su vejez.
Los dos viejos retoman la ceremonia mañanera del yuyo
verde, el rito matero cuya espuma rebosante se les antoja el
elixir de sus vidas ya cuesta abajo. Hablan del hijo con medias
palabras; como guardando un secreto cuyas espinas los
desgarra.
-Qué raro que está nuestro hijo, viejo -se anima la mujer.
-Si, lo noto hosco, preocupado, pero no le hagás caso.
El silencio les bate palmas, y algúnpájaro amistoso gorjea
una extraña melodía mientras revolotea buscando a su pareja.
Prefieren matear sin palabras inútiles, creyendo quizá que al
no hablar la imagen de la sospecha se va a desvanecer. Que el
silencio les va a ir borrando la angustia, en un arcaico y
desusado gesto de alcurnia.
Se contemplan buscando una respuesta que no se atreven a
insinuar. La imagen del hijo, que es la honra de los dos viejos,
se les boceta ahora sesgada y dudosa. Recelan del futuro porque
ellos no estarán para protegerlo. Aunque ignoran de qué,
porqué…
-La gente es mala, sabés? Me miran de reojo, murmuran…
-No seas así, mujer, a vos te parece… ¿Qué cosas se te
ocurren?
- La cosa empezó desde aquellos días, viejo, desde que
salió: no nos engañemos…
-No empezó nada, carajo! Terminala, que nuestro hijo no
ha hecho nada malo… nada, ¿me oíste bien? Tenemos que estar
orgullosos de él.
Ofuscado, colérico, sale a la calle con el perro. «¿Quiénes son
los que hablan?» -piensa con amargura- son los mismos que
decían: “Y. algo habrán hecho!”. ¿Y los capos, los jefes? Viven
tranquilos fuera del país mientras la muchachada se juega el
pellejo, y los que caen son crucificados. Cómo le digo esto a la
vieja, pobrecita.» El pichicho lo tironea y el viejo empieza a
caminar.
Alguien pasa por enfrente y se para mirando hacia su lado. Él
gira la cabeza: sobre la pared blanca de la casita ve las letras en
negro, atronadoras, insultantes: ¡¡aquí vive un delator al
servicio de los milicos! «Hijos de puta, rastreros. mi pobre hijo,
un pendejo de diecisiete años, no aguantó la tortura pero nadie
cayó en cana por su culpa.”, recuerda en el desvencijo de un
sollozo amargo. El viejo se derrumba; como un roble batido por
un ciclón. O la sospecha •