Tan Solo Una Flor
Se restregó los ojos.
Como ojos restregados en una oscuridad
burlona y obscena.
Entonces la vió. En la confluencia del ángulo
recto de las dos
paredes, el piso y las tinieblas. Marta -de ella se
trataba- parecía una
figura elíptica y difusa, de tres
dimensiones.
Comprendió que lo estaba contemplando.
-Otra vez, Marta. ¿qué
es lo que te trae aquí? ¿Qué te da
venir en mitad de la
noche, mirarme desde esos noventa grados,
perturbar mi descanso,
como cumpliendo un ritual concertado?
La ceremonia de la
despedida ya la hemos vivido. Es inútil.
Enterremos el pasado
de una buena vez -dijo el hombre.
-No tengo nada mejor
que hacer. Y ese pasado al que vos
te referís con tanta
levedad es una historia de más de treinta
años. ¡Qué te parece!
¿no te dicen nada tres décadas? ¿Te das
cuenta de que te
brindé mis mejores años, mi amor y mi
ternura, que viví para
vos, por vos? ¿Y vos qué me diste a
cambio? replicó la
mujer.
-Pero porqué sos tan
rencorosa; en una pareja no se
hacen cuentas.
Entendeme, no hay nada para discutir, creo que
todo lo hicimos por
mutuo acuerdo –adujo él.
-Sí, claro, «mutuo
acuerdo». Al comienzo vos te dedicabas
al “sacerdocio” de la
enseñanza, a tus alumnos, a la vida de
relación con tus
colegas, a los congresos en el país y el exterior.
¿Y los hijos, los
problemas y preocupaciones de la vida
cotidiana? ¿Y yo? Lo
que te pareció insulso, incompatible con
tus títulos, debajo de
lo que suponías tu nivel, me lo dejaste a
mí mientras vos
mariposeabas, hacías carrera, te «realizabas».
Sos un cara rota –le
dijo elevando la voz una décima.
-Yo creo que esta
conversación está demás. Nuestras
relaciones deben de
ser sosegadas, sin nervios ni reproches.
¿Comprendés lo que te
digo?
-¿Ahora querés reposo,
calma, tranquilidad? Primero
hacete un examen
profundo: analizá los actos de tu vida, recordá
la pérdida de nuestro
hijo mientras vos participabas en un
“Seminario para una
cultura nacional y cristiana”. Eduardito
agonizaba y vos
estabas de jarana. ¿Querés que te deje
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tranquilo? ¡Olvidate!
En todos esos años fuí un adorno, el
relleno de una
fotografía de familia, la ama de casa, la
muchacha, cocinera,
enfermera y planchadora -objetó con voz
cascada.
El hombre puso las
palmas de sus manos debajo de la
cabeza. Desde una casa
vecina se escuchaba la voz de la Callas
en un solo de «La
Traviata». La mujer era una sombra ingrávida
que se mecía
tenuemente en ese ángulo del cuarto.
-No puedo remediarlo,
Marta. Si la hubo, quisiera pagar
mi inmadurez, reparar
nuestra historia, la tuya, la mía y la de
nuestros hijos, volver
el tiempo hacia atrás. pero es inútil: no se
puede confrontar el
pasado con el futuro. Así estamos vos y yo.
Y por favor, deja de
columpiarte que me crispa los nervios –
argumentó él con voz
esquiva, pulcra y algo rastrera.
-«Volver el tiempo
hacia atrás». ¿De qué tiempo me estás
hablando? Lo tuyo es
una lamentación vacía, cómoda y estéril.
Me pedís enterrar el
pasado. ¿vos creés por ventura que un
pasado se entierra
simplemente por petición de principio? Esa
maldita formación
tuya, inflexible, aprendida como un sofisma,
en la que todo es
negro o blanco, positivo o negativo, sin
matices. –le recordó.
-Desde cuando vos
podés juzgar mi nivel, mis normas.
Pienso que estás
metiéndote donde no debés. Y por otra parte,
nunca me insinuaste
una crítica así, demoledora e inmerecida.
-Es que no tuviste
sensibilidad con la familia, con los
hijos, conmigo: siempre
recitando verdades absolutas, sin dejar
lugar a la
controversia, reprimiendo los sentimientos de todos,
como si se tratara de
un pecado, cual una máquina que
trituraba las
relaciones y el afecto. Un tipo de hielo.
-Es una opinión,
Marta: hice lo que hice por el bienestar
de todos. No merezco
reproches –arguyó.
Una trifulca de gatos
hambrientos estalló en las cercanías.
Parecía una riña de
bebés parloteando en un extraño lenguaje.
Se hizo un cortante
silencio. Como la pausa de un lacónico
combate.
-Renuncié a mi
carrera, a mis posibilidades -continuó
ella-, por ayudarte.
Me lo pediste con una voz tan gentil y
zalamera: “Hasta que
me nombren profesor titular”, dijiste. Y yo
te creí. Luego fue
para “afirmarte”, hacerte “de nombre”. Nunca
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me viniste a dar
cuentas; vos eras el “intelectual”, el hombre de
mundo, el “profesor”
titular de la cátedra de los mil demonios –le
dijo irritada.
-Había que mantener la
casa, pagar la hipoteca, costear
los estudios de los
hijos, ¿no te parece?
-¿Y yo? Nunca más
mencionaste tu promesa; olvidaste
que también yo tenía
derechos, que había estudiado y fuí una
alumna que terminó la
licenciatura de literatura con las notas
más altas, que mi
monografía fue publicada y mencionada en “El
escarabajo de oro” –le
recordó angustiada.
-Nunca reclamaste
nada. Pensé que estando en casa eras
feliz, que no te
interesaba hacer una carrera. ¿Y tus estudios?
¿Querés saber la
verdad? Yo creí que vos estudiabas para
complacer a tus viejos
–insinuó él.
-Sos un degenerado. No
sé lo que me pasó pero tuviste
mucha suerte. Me
sometí vegetando bajo los pliegues de tu
gloria, me comprimí
hasta reducirme a un cero absoluto: cuanto
más celebrada tu
imagen personal más anodina la mía, hasta
que acabé marginada
-protestó dolorida
-Siempre estabas
ocupada: que los chicos, que la reunión
de padres, qué sé yo.
Yo tenía una vida académica, con sus
deberes y compromisos
y no podía renunciar a ellos.
Se arrancó un pelo
solitario de la nariz, se rascó la oreja y
observó a una mosca
zumbona que revoloteaba en una suerte de
danza mórbida. Luego
clavó la mirada en el vacío.
-Lo que vos decís es
abyecto: yo para vos no contaba.
Incluso, creo que te
avergonzabas de mí. Inventabas pretextos
para no salir conmigo,
ni inmiscuirme en tu vida de relación. Ni
una atención, ninguna
gentileza. Nuestra vida fue una ficción.
Quiero darte un
ejemplo, uno sólo: en todos los años de nuestra
vida en común jamás,
me oís bien, jamás tuviste un gesto de
cariño que no fuera formal.
No sabés cuánto me hubiese
conmovido, por lo
menos una vez, haber recibido tan sólo una
flor. No, no lo podés
saber –alegó Marta.
-Te consta que debí
asumir responsabilidades. La
situación en el país
era muy seria y decidí hacer algo para salvar
lo que se podía. El
hogar era importante pero el país, en ese
momento, era mucho más
relevante. No me arrepiento. –le
aseguró.
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-Voy a decirte algo:
cuando me enteré de tu
“comprensión” sobre lo
que estaba ocurriendo en el país, la
actitud cómplice, las
delaciones incriminando a tus antiguos
colegas, cuando me
sugeriste que cortara los vínculos con mis
amigos intelectuales,
me repugnaste. Luego de un tiempo me
enteré de que el hijo
que adoptamos fue una criatura robada a
su madre. Al principio
lo intuia; hoy me es fácil entender la
razón por la cual no
te causó pena la muerte de ese chico.
-Te estás desollando,
abriéndote viejas heridas para nada.
No entiendo el por qué
-dijo él.
-Dejá de hacerte el
estúpido. Cuando se produjo el golpe
militar te acomodaste,
despreciaste los valores que nos identificó
al comienzo de
nuestras vidas y sin los cuales, es hora de
recordártelo, jamás
hubiésemos sido una pareja. Vos y tus
amigos, ¡me dieron
lástima y asco! Obraron como posesos, al
margen del mundo
racional y despreciando al resto de los
humanos.
-El mundo evolucionó y
también mis ideas. Ya no podía
vivir más en ese clima
de brutalidad sin tomar partido. Tal vez
no medí las
consecuencias pero había que frenar la violencia de
los violentos. Tuve
que elegir entre la anarquía o el orden.
Aposté por el orden
que podían imponer los milicos para
construir un futuro
con bienestar –murmuró él con voz fétida,
ausente.
-Llamarte cínico es
hacerte un elogio. Vos y tus amigotes
fueron cómplices de
una infamia, de un sistema aberrante en el
que el crimen, la
mentira y la barbarie eran valores supremos:
¿Así que te inquietaba
el futuro? ¿El futuro de quién? ¡Pero por
favor! ¡Dejate de
joder!
Las palabras de Marta
resonaron con ácida suavidad en el
silencio de la noche.
Él se limitaba a escuchar, impasible, como
recibiendo una
reprimenda repetida y fastidiosa. Luego se hizo
un silencio viscoso.
La imagen de Marta se desvaneció y el
rincón quedó en
penumbras.
El hombre acostado encendió
la minúscula luz y paseó su
mirada por las paredes
umbrías del cuarto. Quería cerciorarse
de que la imagen se
había esfumado. No movió la cabeza pero
sus ojos desorbitados
giraban buscándola. Vió el retrato de
Marta contemplándolo
fijamente. Se tapó la cara con las palmas
de las manos y pareció
sollozar: “Porqué me habrá hablado con
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ese tono: si nunca se
quejó”, farfulló en la gélida soledad de las
cuatro paredes. “Le dí
una buena vida, jamás le faltó algo. Y
nuestro hijo,
pobrecito. Ella era la encargada de llevarlo al
médico y ahora me
responsabiliza a mí de su muerte. De todos
modos, su verdadera
madre fue una subersiva: ¡Vaya a saber
qué hubiera sido de él
en el futuro! ¡No la puedo entender!”.
Finalmente se encogió
de hombros.
Al día siguiente pasó
por la florería del barrio y compró un
jazmín de pétalos
color marfil. Era una flor extraña,
aterciopelada y con
una suave fragancia. Tomó el ómnibus y
bajó cerca del lugar
en el que estaba Marta. Caminó por el
sendero mientras la
cara del hombre no expresaba ninguna
emoción. Marchó un
largo trecho hasta que reconoció el lugar.
Creyó percibir una
angustia de años, como una piedra áspera
que le picaneaba
suavemente el corazón. Aproximándose paso a
paso, se arrodilló
ante la tumba de su mujer y mientras algunas
lágrimas de compromiso
caían como granizo sobre el cemento
frío y gris del
sepulcro, dejó caer tan sólo una flor. Como para
dejarla conforme.
Luego se marchó silbando una canción de
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