viernes, 23 de enero de 2015

Andrés Aldao / La Sospecha


La sospecha

Silenciosa y fácil, con un vaivén malintencionado, le remonta
la sospecha y se le clava en el alma. Como una travesía infernal
en un trance de delirio. A veces la percibe cáustica y arrogante,
como una sonrisa crispada y burlona que maltrata su orgullo; o
la bravuconada postrera de un compadrito que se queda sin
resto y mata por matar.
El viejo tiene la certeza pero le faltan las pruebas. No sabe
todo pero intuye. Si es lo que piensa, la verdad va a adquirir
para él dimensión de tragedia. Ese suspiro moribundo es como
un tajo de malevo que no le da tregua y secciona sin piedad el
ensueño de toda su vida. Le cuesta asumirla; considerarla
siquiera… La maldice y desea alejarla, pero las dudas, como una
bala certera, dan en el centro de su vejez.
Los dos viejos retoman la ceremonia mañanera del yuyo
verde, el rito matero cuya espuma rebosante se les antoja el
elixir de sus vidas ya cuesta abajo. Hablan del hijo con medias
palabras; como guardando un secreto cuyas espinas los
desgarra.
-Qué raro que está nuestro hijo, viejo -se anima la mujer.
-Si, lo noto hosco, preocupado, pero no le hagás caso.
El silencio les bate palmas, y algúnpájaro amistoso gorjea
una extraña melodía mientras revolotea buscando a su pareja.
Prefieren matear sin palabras inútiles, creyendo quizá que al
no hablar la imagen de la sospecha se va a desvanecer. Que el
silencio les va a ir borrando la angustia, en un arcaico y
desusado gesto de alcurnia.
Se contemplan buscando una respuesta que no se atreven a
insinuar. La imagen del hijo, que es la honra de los dos viejos,
se les boceta ahora sesgada y dudosa. Recelan del futuro porque
ellos no estarán para protegerlo. Aunque ignoran de qué,
porqué…
-La gente es mala, sabés? Me miran de reojo, murmuran…
-No seas así, mujer, a vos te parece… ¿Qué cosas se te
ocurren?
- La cosa empezó desde aquellos días, viejo, desde que
salió: no nos engañemos…
-No empezó nada, carajo! Terminala, que nuestro hijo no
ha hecho nada malo… nada, ¿me oíste bien? Tenemos que estar
orgullosos de él.
Ofuscado, colérico, sale a la calle con el perro. «¿Quiénes son
los que hablan?» -piensa con amargura- son los mismos que
decían: “Y. algo habrán hecho!”. ¿Y los capos, los jefes? Viven
tranquilos fuera del país mientras la muchachada se juega el
pellejo, y los que caen son crucificados. Cómo le digo esto a la
vieja, pobrecita.» El pichicho lo tironea y el viejo empieza a
caminar.
Alguien pasa por enfrente y se para mirando hacia su lado. Él
gira la cabeza: sobre la pared blanca de la casita ve las letras en
negro, atronadoras, insultantes: ¡¡aquí vive un delator al
servicio de los milicos! «Hijos de puta, rastreros. mi pobre hijo,
un pendejo de diecisiete años, no aguantó la tortura pero nadie
cayó en cana por su culpa.”, recuerda en el desvencijo de un
sollozo amargo. El viejo se derrumba; como un roble batido por
un ciclón. O la sospecha •



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