La sospecha
Silenciosa y fácil,
con un vaivén malintencionado, le remonta
la sospecha y se le
clava en el alma. Como una travesía infernal
en un trance de
delirio. A veces la percibe cáustica y arrogante,
como una sonrisa
crispada y burlona que maltrata su orgullo; o
la bravuconada
postrera de un compadrito que se queda sin
resto y mata por
matar.
El viejo tiene la
certeza pero le faltan las pruebas. No sabe
todo pero intuye. Si
es lo que piensa, la verdad va a adquirir
para él dimensión de
tragedia. Ese suspiro moribundo es como
un tajo de malevo que
no le da tregua y secciona sin piedad el
ensueño de toda su
vida. Le cuesta asumirla; considerarla
siquiera… La maldice y
desea alejarla, pero las dudas, como una
bala certera, dan en
el centro de su vejez.
Los dos viejos retoman
la ceremonia mañanera del yuyo
verde, el rito matero
cuya espuma rebosante se les antoja el
elixir de sus vidas ya
cuesta abajo. Hablan del hijo con medias
palabras; como
guardando un secreto cuyas espinas los
desgarra.
-Qué raro que está
nuestro hijo, viejo -se anima la mujer.
-Si, lo noto hosco,
preocupado, pero no le hagás caso.
El silencio les bate
palmas, y algúnpájaro amistoso gorjea
una extraña melodía
mientras revolotea buscando a su pareja.
Prefieren matear sin
palabras inútiles, creyendo quizá que al
no hablar la imagen de
la sospecha se va a desvanecer. Que el
silencio les va a ir
borrando la angustia, en un arcaico y
desusado gesto de
alcurnia.
Se contemplan buscando
una respuesta que no se atreven a
insinuar. La imagen
del hijo, que es la honra de los dos viejos,
se les boceta ahora
sesgada y dudosa. Recelan del futuro porque
ellos no estarán para
protegerlo. Aunque ignoran de qué,
porqué…
-La gente es mala,
sabés? Me miran de reojo, murmuran…
-No seas así, mujer, a
vos te parece… ¿Qué cosas se te
ocurren?
- La cosa empezó desde
aquellos días, viejo, desde que
salió: no nos
engañemos…
-No empezó nada,
carajo! Terminala, que nuestro hijo no
ha hecho nada malo…
nada, ¿me oíste bien? Tenemos que estar
orgullosos de él.
Ofuscado, colérico,
sale a la calle con el perro. «¿Quiénes son
los que hablan?»
-piensa con amargura- son los mismos que
decían: “Y. algo
habrán hecho!”. ¿Y los capos, los jefes? Viven
tranquilos fuera del
país mientras la muchachada se juega el
pellejo, y los que
caen son crucificados. Cómo le digo esto a la
vieja, pobrecita.» El
pichicho lo tironea y el viejo empieza a
caminar.
Alguien pasa por
enfrente y se para mirando hacia su lado. Él
gira la cabeza: sobre
la pared blanca de la casita ve las letras en
negro, atronadoras,
insultantes: ¡¡aquí vive un delator al
servicio de los
milicos! «Hijos de puta, rastreros. mi pobre hijo,
un pendejo de
diecisiete años, no aguantó la tortura pero nadie
cayó en cana por su
culpa.”, recuerda en el desvencijo de un
sollozo amargo. El
viejo se derrumba; como un roble batido por
un ciclón. O la
sospecha •
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